SAN JUAN MACIAS
18 de Setiembre de 2021
Juan de Arcas Sánchez, San Juan Macías, O.P., el gran amigo y confidente de San Martín de Porres. Amigos íntimos en vida habría que destacar la coetaneidad de ambos santos: San Martín en el convento del Rosario, San Juan en el de la Magdalena. Martín debió de ver en Juan, al hombre que sólo Juan era; al hombre ensoñecido y ensimismado, al pastor de ovejas y luceros, al “raro”. Los dos cooperaban en socorrer a pobres y enfermos, y se ejercitaban intensamente en la caridad para con sus hermanos.
También en ocasiones gustaban de orar juntos, y especialmente en el caso de Juan, buscando la salvación de las almas del purgatorio. Juan deslumbró a todos con su derroche de amor, caridad, paz y dones taumatúrgicos hacia los demás. Efectuada su profesión religiosa, se sintió plenamente poseído de Dios, y se mostró último en humildad, limpísimo en castidad, obediente sin límites, devotísimo de la Eucaristía y de la Pasión de Cristo. Sus restos descansan junto a los de su gran amigo San Martín de Porres y a los de Santa Rosa de Lima, en el altar de los santos peruanos en Lima, concretamente en la Basílica del Rosario. Beatificado por Gregorio XVi en 1837, el 28 de Septiembre de 1975 fue canonizado por Pablo VI. La iglesia Católica celebra su festividad el 16 de Septiembre (la orden dominica conmemora su fiesta el 18 de Septiembre)
Eucaristía Solemne en Honor a San Juan Macías
18.09.2021 - Basilica del Santisimo Rosario - Convento de Santo Domingo de Lima
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Misa: Solemnidad de San Juan Macías Solemnidad de San Juan Macías..
El portero del Convento Dominico de Santa María Magdalena
San Juan Macías
REZO del 9no. Día de NOVENA en honor a SAN JUAN MACÍAS
“El portero del Convento Dominico de Santa Maria Magdalena, era un Ángel enviado del cielo para enseñanza y ejemplo de los hombres”.
* Padre de los Pobres.
* Patrón de los Pastores.
* Protector de los Emigrantes.
* Amigo de los Niños Huérfanos.
* Abogado de las Almas del Purgatorio.
A cargo de:
Hermandad de Caballeros de San Martín de Porres y San Juan Macías
El prodigioso borrico proveedor
Todos los días fray Juan solía enviar por las plácidas calles limeñas de entonces a un borriquillo cargado de dos grandes cestos, sin conductor ni guía, con el encargo de recoger las limosnas para sus pobres. El animalito se desempeñaba ejemplarmente, dirigiéndose a los lugares indicados, en el orden señalado. Al llegar a la puerta de cada comercio o vivienda, no se movía hasta que el dueño o un empleado pusiese en las canastas el donativo acordado, luego de lo cual proseguía su camino. De este modo atravesaba el borrico toda la ciudad, pasando por la plaza, el mercado y las casas de los devotos. Como éstos ya lo conocían, le llenaban a raudal los cestos con víveres y no faltaba quien dejaba algunas monedas. Nadie se atrevió jamás a quitarle nada, porque el jumento sabía muy bien defender a coces y mordiscos las limosnas recogidas.
“El
portero de un convento es el espejo de la comunidad”, dijo una vez San
Juan Macías al referirse a su servicio en el convento. Su fiesta se
celebra cada 18 de septiembre y es llamado el “ladrón del purgatorio”
porque rezaba mucho por los difuntos.
Recorría las calles de
Lima pidiendo limosna para los pobres y cuando no podía salir, enviaba a
su burrito, al que había amaestrado.
Cuando ya se acercaba el
tiempo de partir a la Casa del Padre, sus hermanos empezaron a
preocuparse de lo que sería de sus desvalidos y Juan los tranquilizó
diciéndoles: “Con que tengan a Dios, sobra todo lo demás”.
Partió a la casa del Padre en septiembre de 1645 y fue canonizado por Pablo VI en 1975.
La Fuerza irresistible del llamado de Dios
En
Lima, se empleó en labores de campo por un par de años en las afueras
de la capital, hasta que conoció interiormente que el Señor le llamaba
para servirle en la Orden de los Predicadores. Fue admitido como hermano
lego en el convento recoleto de Santa María Magdalena (actual Plaza
Francia) y, terminado el año de prueba, hizo su profesión solemne el 23
de enero de 1623, consagrándose desde entonces sin reservas a Dios y a
sus hermanos más necesitados.
Fue designado para el oficio de
portero, que desempeñó con tanta excelencia que transformó la portería
—tantas veces lugar de disipación y de ocio— en el teatro de su ardiente
caridad y celoso apostolado.
Sentía mayor propensión al retiro y la
soledad que a la conversación y la comunicación con los demás, según le
confesó al Padre Maestro Ramírez: “si no lo ocupase la obediencia, nadie
le habría visto jamás la cara”. Pero el oficio de portero, en el que
perseveró por más de veinte años, contrariando su inclinación natural,
le servía de continuo ejercicio de la obediencia, y por esto lo
desempeñaba con tanto placer y alegría, como empeño y dedicación.
Su
íntima unión con Dios se revelaba en hechos extraordinarios. Por
ejemplo, mientras se celebraba la misa conventual, no tenía necesidad de
ir al coro ni a la iglesia para ver y adorar a Jesús Sacramentado,
porque en el momento de la elevación, podía contemplarlo milagrosamente
desde la portería, aunque lo separaban del altar tres o cuatro muros
compactos.
Sencillo y profundo, era frecuentemente consultado no sólo
por las personas principales de la ciudad, sino por el propio Virrey
Don Pedro de Toledo y Leyva, Marqués de Mancera, quien en 1643 ungió a
la Santísima Virgen del Rosario —venerada en la iglesia de Santo
Domingo— como Patrona y Protectora de los Reinos del Perú
Frecuentes levitaciones y éxtasis de San Juan Masias
Cabe
mencionar un hecho acaecido en 1638, narrado por su biógrafo el Padre
Cipolletti: Entrando por la noche en la iglesia un novicio, temblando y
con una candela en la mano, por miedo del cadáver de don Pedro de
Castilla que acababa de ser enterrado, al llegar al ábside del altar
mayor, donde solía Juan orar todas las noches, topó el joven con su
frente mientras subía las gradas, las rústicas sandalias del Santo que
estaba elevado en dulcísimo arrobamiento.
El inexperto novicio,
imaginando fuese el espectro del difunto, se atemorizó tanto, que dio un
fuerte alarido, echó a correr, se accidentó y cayó. Al grito acudieron
dos religiosos, quienes lo encontraron tendido en tierra y quemándose el
hábito con la candela que debía prender las velas del altar para
Maitines; lo alzaron en peso y lo llevaron a la cama. Sin embargo, ambos
observaron que no obstante el estrépito nuestro Juan continuaba en el
aire absorto enteramente en Dios. En cuanto al novicio, cayó gravemente
enfermo y se asegura que el mismo Santo, con su oración lo sanó, de modo
que en adelante no tuvo más miedo de los muertos.
Nuestro Santo
predijo no pocas vicisitudes a las familias, como la caída de su
vivienda a una y la pobreza a otra. Y en cuanto a los milagros, se sabe
que salvó la vida a una niña cuyas piernas habían sido despedazadas por
las ruedas de un coche; y, a un negro esclavo llamado Antón que se
resbaló y fue a dar de cabeza al fondo de un pozo de gran profundidad.
El
cronista Fray Juan Meléndez así lo describe: “Era de mediano cuerpo, el
rostro blanco, las facciones menudas, de frente ancha, algo combada,
partida con una vena gruesa que desde el nacimiento del cabello, del que
era moderadamente calvo, descendía el entrecejo, las cejas pobladas,
los ojos modestos y alegres, la nariz algo aguileña, las mejillas
enjutas y rosadas, la barba espesa y negra”.
Su celda-habitación era
pobrísima. Una tarima de madera cubierta con un cuero de buey le servía
de cama, una frazada a los pies, una silla rústica para sentarse y un
cajón viejo que usaba como ropero para guardar sus contadas
pertenencias. Su único adorno era una imagen pintada sobre lienzo de
Nuestra Señora de Belén que tenía a la cabecera de la cama.
Extenuadas
sus fuerzas por el mismo fervor que lo iba consumiendo poco a poco, y
por una vida siempre mortificada y penitente, no menos que por las
continuas fatigas y frecuentes enfermedades que padecía, rindió su
hermosa alma al Creador, el 16 de setiembre de 1645, a la edad de 60
años. Fue beatificado por Gregorio XVI el 22 de octubre de 1837 y
canonizado por Paulo VI el 28 de setiembre de 1975.
¡Elevada oración, insigne caridad!
A
las cinco de la mañana, después de tocar al alba, abría fray Juan la
despensa donde guardaba los comestibles destinados a los pobres y los
llevaba personalmente a la cocina, disponiendo todo lo necesario para el
almuerzo. Cuando algo faltaba, él mismo se encargaba de suplirlo. Hacia
el mediodía, iniciaba la distribución del sustento a los necesitados.
A
los sacerdotes y a otras personas honorables, decaídas por la adversa
fortuna de una posición holgada, les atendía en un comedor especial y
secreto, donde les preparaba con limpieza y esmero dos grandes mesas, y
les servía de rodillas. A otros “pobres vergonzantes” (quienes por su
condición social no podían mostrarse como mendigos) les enviaba en
secreto la comida, junto con copiosas limosnas. Y a los enfermos les
mandaba también medicinas y lenitivos.
Mientras tanto, otra turba
famélica invadía en tropel los umbrales del convento. Salía entonces
fray Juan con cuatro grandes ollas y le daba a cada uno su ración con un
cucharón de madera, hasta dejar a todos satisfechos y contentos. Su
inmensa caridad llegaba aún a socorrer, fuera de la portería, a
huérfanos, viudas, ancianos y otros desamparados, con hasta doscientas
raciones.
A pesar de ser tantísimos los concurrentes, a ninguno le
faltaba el sustento necesario, ni se producía el menor desorden. Esta
abundancia no se explica sin milagro: antes de comenzar a ingerir los
alimentos, Juan hacía rezar a todos y luego echaba, a nombre de Dios, la
bendición con la cuchara; y el Señor multiplicaba imperceptiblemente,
tanto cuanto fuera necesario, la comida en las ollas.
Fray Juan, Fray Juan ¿a dónde vas?"
Una
noche en que un fuerte temblor de tierra sorprendió en Lima, la
comunidad estaba rezando el oficio en el coro, mientras San Juan Masias
oraba en la capilla de Nuestra Señora del Rosario. El primer sacudon
hizo que los religiosos corrieran fuera de la iglesia a refugiarse en el
jardin del claustro, lugar tenido por menos peligroso. También el
comenzo a huir, cuando le detuvo la Virgen llamandolo desde su altar:
"Fray Juan, Fray Juan, ¿a donde vas?"--- "Señora" respondió él, "voy
huyendo como los demas del rigor de vuestro Hijo Santisimo".
A lo
cuál replicó Maria: - - "Regresa y quedate tranquilo, que aqui estoy
yo". Obedeció el siervo de Dios y retomando su oración pidió a la Virgen
se compadeciese del pueblo cristiano. Al punto cesó el terremoto y
levantando el santo los ojos a la imagen, su protectora, vio su rostro
radiante y con celestiales resplandores que iluminaban toda la capilla.
La viga intersección de Juan Masias
Uno
de los milagros más conocidos ocurrió durante la reconstrucción, los
trabajadores cortaron demasiado una viga de madera que debía de sostener
el techo. Cuando discutían sobre el culpable, llegó el santo y les dijo
que no se preocuparan, bendijo la viga y ordenó subirla. Extrañamente,
la viga había crecido los centímetros suficientes para poder ser
encajada a la perfección.
Muerte de Fray Juan Macias
Sesenta
años de edad contaba fray Juan Macías cuando le visitó la enfermedad
que le llevaría a la tumba. El médico que le asistía había perdido toda
esperanza de recuperación y el propio fray se daba cuenta que le había
llegado la hora de partir de este mundo al Padre, para entrar en la
contemplación definitiva de aquellos, «Cielos nuevos y tierras nuevas»
que, en repetidas ocasiones había visitado fugazmente en compañía de su
venerable amigo San Juan Evangelista. En aquel trance supremo, de cara a
la verdad absoluta que es Dios contó a los religiosos de su convento,
los favores que Dios le había regalado en su vida, desde su niñez hasta
aquel momento, y cómo le había hecho gozar de la visión de su santa
gloria en repetidas ocasiones. No me olvide, hermano y encomendarme a
Dios, le rogó fray Juan de la Torre, su amigo. «Padre mío, donde la
caridad es más perfecta, cree su reverencia que me habría de olvidar? Le
doy mi palabra: allá le seré mejor amigo de lo que le fui acá», le
respondió. A otro que le recomendaba a sus pobres, le contestó: «Con que
tengan a Dios les sobra todo; y para su consuelo, les queda el hermano
Dionisio de Vilas y otros buenos amigos que no les harán faltar lo
necesarios. Juan Quezada, benefactor de los pobres, llegó también hasta
su lecho para pedirle que no se olvidara de él y de su esposa.
«Olvidarme? En el corazón le llevó bien asentado, y también a la señora
doña Sebastiana, su mujer». ¡Qué esperanza la que nos diste fray Juan.
Cumple lo que dijiste! La hora señalada por Dios, ha llegado. Es la hora
de la despedida definitiva. Fray Juan Macías se lo advierte a los
hermanos, que lo acompañan: «Ahora, sí. Es llegada mi hora. Que se haga
en mí la voluntad del Señor». Siguiendo la costumbre de aquellos
tiempos, los religiosos de la comunidad se dirigen procesionalmente a la
habitación de fray Juan, acompañando el Santo Viático. Fray Juan se
sienta, con la ayuda de sus hermanos y, por última vez, recibe con todo
fervor la santa comunión.
Después de unos minutos de oración, en
profundo recogimiento, el prior le administra el sacramento de la Unción
de los Enfermos, en medio de salmos e himnos que los religiosos cantan
invocando el perdón y la misericordia de Dios. Cuando los hermanos
cantaban la tierna plegaria «Salve Regina», con la que los Dominicos
despiden a sus hermanos de este mundo, fray Juan Macías entregaba su
alma al Creador. Eran las 6:45 pm, del día 16 de septiembre de 1645.